jueves, 31 de mayo de 2012

Las historias comienzan por el principio

Siete y media de la mañana, pidiendo mi café en Starbucks. Tengo sueño acumulado de dos semanas, mi trabajo me está agobiando, no tengo tiempo nada más que para ir al baño, y hace más tiempo del que desearía desde que fui la última vez. Dos chicas y un chico se mueven detrás del mostrador preparando los pedidos, una gran cola de gente con cara de prisa y sueño de metro, se agolpa a la entrada, mientras que en la calle el Sol empieza a dejar verse, pero el humo le aporta un tono anaranjado que se refleja en los cristales de los coches que atraviesan perpendicularmente la calle del café.

Me sirven mi café, uno simple, sin complicación, sin misterios: un café con leche. Hecho un poco de azúcar moreno acordándome ,como cada mañana, de la persona que una vez me dijo que el té y el café estaban mejor con moreno, pues endulzaba lo justo para no matar el sabor. Desde entonces lo bebo con este tipo de azúcar, recordando el sitio, el momento y la persona que me lo dijo, cada mañana igual. Es una de mis pequeñas rutinas. Tomo el café con mis manos y siento como la taza deja escapar el calor del café recién hecho. Salgo a la calle y me voy al metro, como cada mañana, como cada día desde hace un año, ya que no me acostumbro a la manera de conducir de aquí. Soy demasiado duro de mollera. 

Desde que trabajo mi tiempo se ha reducido a la mínima expresión y mi vida personal... creo que ya no tengo de eso. Ahora lo único que me reconforta es saber que cuando llegue a casa después de un largo día me esperará mi pijama, mi sofá y mi libro, justo después de una buena ducha. 

Cojo el periódico independiente que me "revende" la señora del carrito del supermercado, yo gustosamente se lo compro, consciente de que me cobra por él dos o tres veces más. Ella sabe que yo sé lo que pasa, pero lo prefiere así antes de pedir algo sin dar nada a cambio. Cuando le compro el periódico ella me dedica una sonrisa desdentada que consigue darme fuerzas para todo un día. 

Sorbo a sorbo mi café disminuye y mi cuerpo se calienta por dentro, intentando encontrar un delicado equilibrio que ambos sabemos que no podré alcanzar. Cuento las estaciones y entono una pequeña canción cuya letra he sustituido con el nombre de las estaciones para poder entretenerme. El metro traquetea bajo la ciudad y yo me refugio en el anonimato, la invisibilidad y libertad que me proporciona mi carácter de extranjero y la inmensidad de la ciudad. Las puertas se abren y cierran, veo la gente pasar cambiar de andén, hacer transbordo. Artistas callejeros se esconden debajo de las columnas, niños pequeños con cara de embobados la primera vez que bajan a aquel mundo de gusanos mecánicos que recorren las entrañas de la ciudad. 

Mirando a través de la ventanilla de mi vagón, la que tenía justo enfrente veo unos ojos azules. De un azul eléctrico e intenso, unos ojos que dejan a uno sin respiración nada más verlos, ojos que parecen vivos sin tener necesidad de dueño. Bajo esos ojos se escondían unos labios que tenían forma de querer prometerme felicidad y desdicha con solo un movimiento, por muy sutil que fuera.

Yo, el cuerdo, el que jamás se había dejado llevar por sus sentimientos, decido salir del tren e ir a buscarla, sin miedos ni complejos, solo con el corazón en el puño buscando la forma de hacer transbordo. Pero ya es demasiado tarde, su tren se ha marchado y con la esperanza de poder verla. Espero al siguiente tren y veo si se bajó en la siguiente parada. 

La perdí.

Perdí a la persona que hizo sentir que mi frío corazón respondieta a un desfibrilador y que se empezara a oír el pulso en el corazón. Ahora solo me queda lo que tenía, mis pequeñas rutinas, más un raro sabor en mi corazón. Pero no sería muchos, sería el inicio de una historia que se remontaría años atrás y que yo solo me daría hasta mucho más adelante.