sábado, 5 de enero de 2013

La vitaminas no duran en la nevera

¿Quién quiere? ¿Quién quiere escuchar a un escritor de párrafos vacíos?

Observando cada pestaña, destilaba su marrón sin ni siquiera poder despegar por un segundo los ojos de sus iris escondidos tras sus parpados, sintiendo la respiración entrecortada estrellarse sobre mi pecho desnudo viendo como la pelusilla se movía al son de su diafragma. Contaba cada segundo, dividiéndolo y subdividiéndolo con la esperanza de poder atesorar cada fragmento en mi memoria.

No quería ver el Sol, no quería que su luz bañara mi tierra y que se despertase el gallo y con él, el mundo. Debía durar para siempre y para siempre duraría. Con esos pensamientos me mentía a mi mismo, sabiendo que poco a poco todo esto acabaría. Sin poder conciliar el sueño me levanté, me puse unos pantalones y fui a la cocina.

Allí, preparé de forma distraída un desayuno a base de tostadas y zumo de naranja. Pensaba en lo mucho que había deseado ese momento, las ganas que tenía de estar con una persona como ella, de sentirme querido y amado, de verme valorado con mis defectos y virtudes, y aún así que quisiera seguir conmigo. Era todo demasiado bonito e ideal, era algo irreal y real al mismo tiempo.

Creo que en ese preciso momento me di cuenta de mi fallo, el fallo que siempre había cometido hasta el momento. Siempre había pensado en mi, en lo que yo quería obtener, un objetivo inamovible que solo podía seguir a través de un camino, sin abrirme a vivir. La casualidad me sorprendió, y yo, solo por una vez, decidí dejarme llevar por la misma. A la vez que ella apareció, desaparecieron mis preocupaciones

Y ahora... solo me preocupaban tres cosas:
1. No sabía el sabor de mermelada que le gustaba
2. Si al zumo se le irían las vitaminas (como decía mi abuela), incluso metiéndolo en la nevera
3. Que se hiciera de día demasiado pronto y no haber podido disfrutar de todo aquello lo suficiente